El suéter azul, de Jacqueline Novogratz: De Virginia, en EEUU, a Kigali, en Ruanda

Jacqueline Novogratz

Para la pequeña Jacqueline, las visitas de su tío Ed se parecían a los días de Navidad cuando llegaba Papá Noel: siempre había regalos. El más especial, el que años después ella misma consideró uno de los hilos conductores de su vida, fue un suéter azul.

“Era de una suave lana azul, con rayas en las mangas y un motivo africano cruzando el pecho: dos cebras caminando delante de una montaña con nieve en la cumbre […] Me encantaba ese suéter y lo llevaba a menudo a todas partes. Escribí mi nombre en la etiqueta para asegurarme de que sería mío para siempre”, contó ella misma.

A pesar de su amor por el jersey, años después acabó en la caridad. Lo que Jacqueline no sabía entonces es que más adelante se reencontraría con él, pero a miles de kilómetros de su casa de Virginia, en Estados Unidos. Y es que, en 1987, mientras caminaba por las colinas de Kigali, en Ruanda, se topó con un niño vestido con un suéter azul, el suyo, la misma prenda que ella había donado 10 años atrás.

“Tenía encendido mi Walkman, en el que sonaba Joe Cocker cantando With a Little Help from my Friends […] Era una tarde soleada y brillante de Kigali, lejos de casa, y parecía que estaba soñando. Salió de no sé dónde, un niño andaba hacia mí, vestido con mi suéter: mi suéter, mi querido pero abandonado, suéter azul. El niño tal vez tenía diez años, era delgado, con la cabeza afeitada y unos ojos enormes, y no medía más de metro veinte. El suéter colgaba hasta tan abajo que ocultaba sus pantalones cortos, cubriendo sus piernas que eran como palillos hasta llegar a sus huesudas rodillas. De sus amplias mangas solo sobresalían las puntas de sus dedos. Pero no cabía la menos duda: era mi suéter. Me dirigí al niño entusiasmada, que me miró evidentemente aterrorizado. […] Lo agarré por los hombros y le di la vuelta al cuello: en efecto, mi nombre estaba escrito en la etiqueta de mi suéter, que había viajado miles de kilómetros durante más de una década”.

¿Fascinante, verdad? Más que una coincidencia imposible, una prueba de que estamos más cerca unos de otros de lo que creemos. “La historia del suéter azul siempre me ha recordado que estamos conectados”, dice Jacqueline a cada ocasión. Pero, un momento, hurguemos un poquito más en estas conexiones.

Lo fórmula de Novogratz para acabar con la pobreza

La anécdota del jersey azul (que conocí gracias a la joya de los todos los podcast, Gabinete de Curiosidades) me llevó al trabajo de su protagonista, Jacqueline Novogratz, quien, tras graduarse en la universidad y trabajar para un importante banco americano, quiso apostar por aplicar sus conocimientos y experiencia para ser parte del cambio: lo que quería era emplear las herramientas que proporciona la banca para ayudar a los más desfavorecidos. Y, tras pasar por varios proyectos en América Latina, aterrizó sin esperarlo en África.

Y así fue como llegó a Kigali, en Ruanda (donde encontró a ese niño con su jersey azul), con muchas ganas e ilusión, pero “mal preparada, sin mapa ni herramientas”, cuenta en su libro El suéter azul: acortando distancias entre ricos y pobres. Lo que Jacqueline se encontró fue un continente al que el mundo desarrollado se empeña en “salvar” al estilo occidental, sin tener en cuenta ni su sociedad ni su cultura. “Las personas no quieren que las cuiden: necesitan que se les den oportunidades para desarrollar su propio potencial”.

Con esta idea, después de haber fracasado en varios intentos, Jaqueline comprendió que, si quería servir de ayuda, tendría que hacerlo escuchando a la gente local. Y así fue como cofundó Duterimbere, su primer proyecto en Ruanda gracias al que ayudó a muchas mujeres, apoyándolas en sus ideas, aportando herramientas y recursos y acompañándolas en su despegue.

Desde entonces, en sus múltiples proyectos y especialmente en el último, que se llama Acumen, Jacqueline ha puesto en marcha una nueva forma de cooperación que evita la caridad tradicional porque en cierta manera crea dependencia, es condescendiente y no valora lo suficiente lo que las personas pueden llegar a hacer y a crear. Y, en cambio, apoya la creatividad, la iniciativa y el trabajo de la gente.

Como el del Dr. Govindappa Venkataswamy en India, fundador del Aravind Eye Hospital en Mdurai, que consiguió proveer a las familias más humildes de una atención oftalmológica de calidad, lo que significa que si hay menos gente con problemas oculares, menos personas tienen que sacrificar días de trabajo y, en consecuencia, evita pobreza.

Lo que decíamos al principio, conexiones. Y, como esta, ella relata decenas en el libro.

Armario sostenible

Hasta llegar a Kigali, el suéter azul de Jaqueline realizó un largo viaje desde Alejandría, en Virginia, hasta la capital de Ruanda. No sabemos exactamente cómo fue, pero la protagonista lo recrea más o menos así: Antes de llegar a Kigali, “puede que hubiera pasado antes por las manos de una niña en los Estados Unidos y luego hubiese ido de vuelta a alguna institución de caridad antes de cruzar el océano, probablemente hasta Mombasa, en la costa de Kenia, uno de los puertos más activos de África. Habría llegado a Kigali después de ser fumigado y empacado en fardos de 100 libras junto con otras piezas de ropa desechada. […] Los fardos se habrían vendido a distribuidores de ropa de segunda mano, que permitían a los vendedores deshacerse de las piezas inútiles y comprar lo que pensaban que podían vender”.

Y esto me lleva a otro tema sobre el que llevo tiempo investigando: la sostenibilidad de nuestros armarios. Y hoy os quiero recomendar un libro que he leído hace poco, Armario sostenible, de Laura Opazo, y del que aquí podéis leer la reseña.

Nuestras acciones (y nuestra inacción) afectan a personas de todas partes del planeta
Jacqueline Novogratz
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