El verano de los pueblos

Estos días de vacaciones de 2021 se supone que debería haber estado aquí. Sin embargo, he pasado la mayor parte del tiempo en algún punto de por aquí. No hace falta que os diga quién es el responsable de las restricciones de mi viaje al extranjero porque seguro que ya le conocéis: empieza por C y termina por -19.

No sé a vosotras, pero a mí, que se me chafen los planes (algo que pasa cada verano desde hace cinco) me sienta fatal y luego me cuesta que me caigan bien los nuevos. Hasta hace unos días cuando, montando en bici al atardecer, vi un precioso sol rosado de agosto cayendo a las nueve de la noche. Tan espectacular y tan dado por hecho como los viajes que me parecen más sencillos.

Fue entonces cuando me vinieron a la mente algunas de las historias que me he encontrado este verano y que me han calado hondo sin grandes alharacas ni miles de kilómetros de por medio. De hecho, algunas ya las conocía, pero ha sido ahora cuando he reparado en ellas de verdad. Y he decidido ponerles un poco de poesía porque sí, hay temporadas que pasamos sin penas ni glorias aparentes, pero dándoles ese punto consciente de romanticismo, siempre hay relatos bellos que contar.

Las viñas de Julián

La historia de mi primer destino es la del primo Julián que, en realidad, es pariente de mi suegra. Vive en un pueblo de La Mancha muy cercano al de los molinos que ha puesto en el mapa este año la Ana Iris Simón con su Feria. Julián es viticultor, como lo fue su padre, el tío Manolo, que se marchó en plena Filomena dejándome en el recuerdo esas manos enormes de agricultor curtido durante más de ocho décadas.

Las manos y las viñas de Julián

En época de estío, los que se dedican a las viñas no se van de vacaciones. El trabajo de los meses previos a la vendimia son los más importantes para un fin de temporada exitoso en septiembre (eso, y que las las caprichosas lluvias de pedrusco se abstengan de aparecer). Los días que estuve por el pueblo, Julián trabajaba incansable en sus terrenos todas las horas que el calor y la luz de julio le dejaban.

En esos campos de tierra roja me explicó que las cepas que crecen a ras de suelo no necesitan más que el agua de la lluvia, pero que dan menos uvas, justo al contrario que las emparradas, aquellas que coloca para que levanten hacia el cielo. A esas les pone un sistema de riego automático, y luego dan más frutos. Además, son más fáciles de recoger, porque tienen una máquina que hace parte del trabajo.

Sin embargo, a pesar de que la tarea del campo ahora se haya simplificado, sigue siendo dura, y las manos de Julián lo cuentan por él. Son como las del tío Manolo: fuertes, gruesas, amoldadas al tajo y unas décadas más jóvenes, claro, aunque se les intuye el mismo futuro. Conforme mi pariente político lejano me va contando cosas de su trabajo, veo a alguien al que le importan poco las vacaciones. Lo que al primo Julián le interesa son sus uvas y cuidar el legado que le ha dejado su padre. Y lo cierto es que estar entre todas esas fanegas de tierra y las miles de cepas a la caída del sol, da paz y provoca que no quieras estar en otro sitio.

Las garrotas de Lorenzo

Lorenzo es el vecino de al lado de la casa de mi pueblo (ya os he hablado alguna vez de Los Yébenes). Vive con un loro que le llama por su mote y adora poner la música a todo trapo. Habla muy alto y siempre que me ve me saluda con un “Patriiiicia, ¿qué te cuentas?”. A veces cambia el Patriiiicia por “Tomaaaata“, que es el apodo de la familia de mi abuela.

A Lorenzo yo no le he conocido de joven. En mi recuerdo, siempre es mayor. Cuando llegué al pueblo con mis abuelos, más o menos con tres años, él ya tenía cincuenta y tantos. Y, ahora, tiene 86. A cada ocasión que tiene me pregunta que si me acuerdo de cuando me ponía las canciones de Tijeritas a todo bote y yo me ponía a bailar en mitad de la calle. O cuando me llevaba con él a hacer recados y me compraba polos. Y lo más alucinante es que sí que lo recuerdo, a pesar de que era muy pequeña y de que otras cosas que han pasado por el camino las he olvidado.

Este verano he descubierto cosas de él que no sabía, como que ha viajado por medio mundo desde que se jubiló. Ahora, con el COVID, como no puede hacerlo, se entretiene tallando garrotas con ramas caídas de los árboles. Cuando le pedí una foto suya para tenerla de recuerdo e ilustrar ese libro sobre mi familia del que por ahora solo tengo el título, se abrochó los botones de la camisa que se pone para apañar a los animales y me preguntó que dónde quería que se pusiera. No hizo falta más, estuvo listo en 20 segundos, aunque cuando vio el resultado me dijo que la gente se iba a pensar que era “inválido” porque había posado con sus dos garrotas nuevas y él todavía se vale bien por sí mismo.

Las garrotas de Lorenzo

Así que nota al publico: en este retrato, al contrario de la mayoría de las fotografías que vemos y hacemos hoy en día, no existe trampa ni cartón: ni preparación, ni pose, ni una sesión de horas ni, por supuesto, Photoshop. Fuimos directos al grano y lo que veis es lo que hay. Menos que Lorenzo necesita las garrotas para andar. Eso todavía no.

La casa de la Dora

En un pueblo de Burgos con 15 habitantes censados, el de mi cuñado Adri, hay una casa con una fachada preciosa llena de flores (que, por cierto, no se aprecian del todo en la foto), pero allí no vive nadie desde hace años. Su propietaria, la Dora, lleva un tiempo en una residencia cercana a la que de vez en cuando va a verla el Marciano, su amor de vida, aquel con quien nunca se llegó a casar, a pesar de que ambos se correspondieron siempre.

La casa de la Dora

La trama en sí me recuerda mucho al El cuaderno de Noah, de Nicholas Sparks, aunque, por lo que me han contado, los protagonistas de esta historia rural real sí que llegaron a estar juntos. Fue cuando ambos se quitaron de encima las obligaciones, los prejuicios y las habladurías. Vivieron un amor maduro y tardío, con esa confianza que crece de manera proporcional a la edad.

Feria, de Ana Iris Simón

Con tanto pueblo a mis espaldas, mi banda sonora de este verano no habría podido ser otra que el libro de moda: Feria, de Ana Iris Simón, un ensayo-autobiografía sobre la Ana Iris y sus raíces: la familia, el pueblo, la infancia, las costumbres, las dudas y el regreso a la esencia.


A a este libro lo han definido principalmente por esas palabras tan sonadas de la autora: “Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad“. Pero a mí me parece más un relato nostálgico de unos tiempos que ya no volverán. Eso sí, llenos de poesía y de romanticismo. Porque si las vidas las ponemos en verso, riman.
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