Nadie es culpable para siempre (parte I)

Dice la profesora americana Brene Brown que culpar es descargar nuestro malestar y dolor acerca de una situación sobre otras personas, o incluso sobre nosotros mismos. La culpa da sensación de control, justo lo contrario que sucede cuando nos responsabilizamos de lo que sucede porque, entonces, nos sentimos vulnerables.

Parte I

Por tercera vez esa semana, Germán puso a calentar un bote de fabada. Desde que se separara de su mujer medio año atrás, las conservas eran el único menú de su dieta. Alternaba las legumbres a la hora de la comida con las latas de pescado en la cena.

Añoraba los guisos de Cristina. También echaba de menos las sábanas limpias de cada martes y viernes y el tacto de la ropa recién planchada. Lo había perdido todo. Del afecto entre ellos, ya ni se acordaba. Cristina había dejado de ser la persona a la que juró amor eterno ante Dios a la tierna edad de 25 años para pasar a ser la madre de sus hijos, primero, y su asistenta, después.

Él, mientras tanto, había vivido a sus anchas. La libertad de su trabajo como representante de una marca de bebida espirituosa le había facilitado ausentarse de casa más noches de las recomendables. De garito en garito y otros vicios no confesados, la mentira se convirtió en su religión y pagaba sus ausencias a golpe de talonario.

Entre pañales, colegios y pataletas de tres adolescentes, Cristina se mantuvo siempre entera, al pie del cañón. Incluso, lo consoló cuando le despidieron y lo cuidó cuando le diagnosticaron de glaucoma en el ojo derecho. Pero ni con esas Germán fue capaz de mejorar su versión.

El punto final lo escribió él mismo el día que siguió a la noche en que perdió en la ruleta del casino más dinero del que nunca había tenido. En mes y medio estuvieron listos los papeles del divorcio y, tres días más tarde, abandonaba su casa.

De aquello habían transcurrido ya seis meses y aún no había aprendido ni a freír un huevo. Vivía en un apartamento diminuto en el que tan solo disponía de un infiernillo, una cama y un aseo. Desde la mudanza, sus días habían sido todos calcados. Paseaba cabizbajo por su barrio, intentando sin éxito recuperar alguna de sus antiguas amistades, huidas por la falta de interés que suscita un divorciado triste, arruinado y solitario.

Había atravesado ya las etapas de negación de la realidad, odio a los demás y a sí mismo, y depresión. A la fuerza, con 100 euros en la cuenta corriente y a pocos días de tener que volver a inventarse algo para pagar el alquiler, iba aceptando su lamentable situación.

Quizá no fuera una buena idea pero, tras finalizar la comida, sintió ganas de reencontrarse con su familia y la única manera era hacerlo a través de unos pocos recuerdos que se había llevado con él. Se trataba sobre todo de fotografías de la época en que sus hijos eran pequeños; fiestas de cumpleaños, primeros días de colegio o excursiones que él siempre se había perdido. También había algunos retratos de su mal querida Cristina, de la que tanto se acordaba ahora, y algunos otros de sus padres.

En un sobre, traspapelada, encontró una postal de su tío Bruno, hermano de su padre, con la fotogénica San Sebastián de fondo. Estaba fechada en la primavera de 1984. Treinta años habían pasado, ni más ni menos.

“Querido sobrino,

Tu tía Conce y yo te enviamos recuerdos desde la tierra que te vio nacer y te recordamos que aquí continúas teniendo tu casa.

Un abrazo.

Tu tío Bruno. 20 de mayo de 1984”

Hacía años que había borrado de su memoria al tío Bruno y décadas desde que no lo veía. Creía recordar que la última vez que lo tuvo delante fue el día de su boda, en el 81. Desde entonces nada, ni siquiera cuando murió la tía Conce. Echó cuentas y llegó a la conclusión de que Bruno debía de tener cerca de 90 años.

Presa de la nostalgia, guardó los recuerdos y, de vuelta a la soledad, llamó a su madre. Necesitaba hablar con alguien y ella era la única que aún le cogía el teléfono a cualquier hora, quizá porque su aparato no disponía de identificación de llamada.

No hablaron demasiado. Tan solo intercambiaron palabras de cortesía, de visitas médicas y del tiempo. Cuando estaban a punto de colgar, Germán preguntó a su madre por el tío Bruno.

– Pues ahí sigue el hombre, con sus uvas. ¿Por qué lo preguntas?

– No, por nada, simplemente me he acordado de él.

Visualizaba perfectamente a Bruno, de día y de noche, incansable, entre las viñas. Su padre, en cambio, trabajaba en los astilleros hasta que, a principios de los 70, la faena en el mar comenzaba a flojear y fue cuando la familia se trasladó a Madrid. Su tío, sin embargo, se quedó en San Sebastián.

Esa noche ya no pudo dejar de pensar en su infancia, en su felicidad de niño entre aquellas tierras y el mar Cantábrico. Se empezaron a agolpar los recuerdos en su cabeza y las expectativas, ahora ya disueltas, de toda una vida por delante hasta llegar a la situación en la que se encontraba. Solo, arruinado y en un piso de mala muerte.

A la mañana siguiente bajó en busca de algo de compañía, sin éxito. En su caminata diaria sí que encontró la caja de ahorros donde aún guardaba el poco dinero del que disponía. Dudó un momento pero no tanto como para entrar y sacar sus últimos 100 euros. Volvió al apartamento, metió dos mudas en un bolso, los pocos recuerdos que le quedaban y le devolvió las llaves al portero.

Caminó hasta la estación de Cercanías y subió al tren con destino a la estación de Atocha. No sabía cómo le saldría esta vez la jugada, pero tenía una corazonada. Siguió las indicaciones hasta las taquillas de media distancia y compró un billete hacia San Sebastián por la mitad de los euros que tenía.

Hasta su partida, le quedaban exactamente tres horas esperando en el andén. Aun así, no pensaba moverse de allí. Estaba decidido a no perder el último tren de su vida, el que le llevaría de regreso a su tierra natal, a los viñedos entre los que había crecido. Ya había perdido demasiado en sus primeros 50 años de vida y no estaba dispuesto a correr, a arriesgarse a tener que decir adiós de nuevo.

Aun con todo, sentía miedo. Miedo a que esta vez también algo fuera a salir mal; a que, después de tantos años, la vuelta no fuera lo que él esperaba. Pero, ¿qué esperaba? En realidad habían pasado muchos años y ya nada era igual. Se sentía frágil en aquella estación, esperando, sin poder pasar a la acción de una vez por todas. Ajeno al ir y venir de los pasajeros, creyó que era el único entre todo el montón de personas que le rodeaba que se sentía de aquella manera. Estaba mareado y ansioso y sentía ganas de gritar. Además, el ruido de los trenes le aturdía cada vez más el pensamiento.

– ¿Se encuentra bien? –le sacó de su ensimismamiento una señora que se había sentado en el otro extremo del banco.

– Sí, solo algo de malestar. Gracias –le quitó importancia.

La mujer vestía de negro riguroso con un turbante en la cabeza y unas enormes gafas de sol. Entre unas cuidadas manos, sostenía una pequeña urna amarilla a la que Germán se quedó mirando fijamente, sin parpadear. Era lo que se había imaginado.

– Son las cenizas de mi marido –apuntó la señora al notar los ojos de Germán sobre la urna.

Desvió la vista, avergonzado y pronunció un casi imperceptible “lo siento”.

– ¡Oh! No se preocupe, no fue muy buen marido. Y odiaba el amarillo.

Después de muchos meses, Germán se sonrió. En eso el señor de las cenizas y él tenían algo en común.

-De todas maneras, voy a cumplir su última voluntad –le arrancó de sus pensamientos–. Voy a repartir sus cenizas por la playa de la Concha de San Sebastián. Y, usted, ¿a dónde va?

– Sí, también voy a San Sebastián, a visitar a un familiar.

– Tiene usted muy mala cara para estar vivo. Permítame ofrecerle un caramelo, por si le ha bajado el azúcar. Siempre llevo azúcar en distintas variedades en el bolso; no se sabe lo que puede pasar.

Germán nunca hubiera adivinado que esa maleta colgante fuera un bolso. Sujetó la urna y un montón de cosas más que la mujer fue sacando de allí: un neceser, un móvil, un cuaderno, varios bolígrafos, una novela, y, por fin, del fondo, una bolsa enorme de caramelos.

– Muchas gracias, señora –le devolvió todos sus enseres.

Aún faltaba una hora para que partiese el tren pero el imprevisto con la dama de negro y urna amarilla le había animado. Tampoco se atrevía a decir demasiado aunque, en realidad, no era necesario porque ya hablaba ella en su lugar.

-Hace muchos años, cuando yo aún era una cría, sentí un mareo y me caí al suelo. Cuando desperté, alguien me había metido en la boca un terrón de azúcar. En efecto, fue una bajada de azúcar y, desde entonces, siempre llevo cosas en el bolso. ¿Es usted diabético o padece alguna enfermedad grave?

– No, nada en especial. Bueno, glaucoma en el ojo derecho –no supo por qué lo dijo, al fin y al cabo no la conocía de nada.

– Por lo que veo se lo cogieron a tiempo porque una vecina de mi madre se quedó ciega. No es que quiera meterle miedo, perdóneme, pero si se previene, se puede mejorar.

– ¡Oh! Sí, claro, no se preocupe. Lo cogieron a tiempo.

– ¡Qué alivio! Por cierto, no me he presentado, me llamo Eleonor. Y usted es…

– Germán, encantado.

Se estrecharon la mano. La de Eleonor era suave y delicada, como ya había advertido antes. Se le marcaban los huesos y las venas, pero estaba bien cuidada. Apenas tenía manchas aunque delataban que su propietaria pasaba de los 45.

La espera pasó volada. Eleonor no paraba de hablar y lo cierto es que, así, Germán dejó de pensar y se trasladó momentáneamente a los nuevos mundos que le relataba su interlocutora: el viaje que había hecho tres años atrás con su difunto esposo a la zona del Cinque Terre, en Italia; sus abuelos, antiguos marqueses con estatus,… todo en Eleonor destilaba glamour.

Entre esas y otras historias muy ajenas a Germán, el tren entró en el andén. Entones, cogió su bolsa y se acercó a las vías. Seguía teniendo miedo de perder el tren.

– ¿Qué coche es el suyo, don Germán?

– El cuatro, Eleonor. Ha sido un placer conocerla.

Germán subió al coche cuatro y buscó su asiento. Le había tocado ventanilla y lo agradecía porque así podría ver los hermosos campos verdes de Castilla que le avisarían de que estaban llegando al norte de España.
Dejó su mochila en la repisa sobre su cabeza y se apoyó en la ventanilla para ver correr a los últimos despistados: ejecutivos con maletín, estudiantes rezagados de vuelta a casa, algún matrimonio despistado,… No quedó nadie en el andén. Al fin, se cerraron las puertas y Germán se recostó en el sillón esperando los auriculares y la película.

Cuando creyó que podría estirarse cómodamente, llegó su compañera de asiento como elefante en una cacharrería, dándole con el bolso en la cara y armando un revuelo impresionante. Sin darse cuenta, tres segundos después, Germán sostenía de nuevo la urna amarilla entre sus manos, mientras que su compañera de asiento colocaba el bolso maleta en la repisa superior.

– Eleonor, ¿qué hace usted aquí? Pensé que viajaría en primera clase.

Aquí puedes leer la segunda parte de este relato
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