Nadie es culpable para siempre (parte II)

Dice la psicóloga María José Álava Reyes, que “la base de todo está en saber perdonarnos”. Según Reyes, “querernos mejor es la clave que nos ayuda a dar el impulso, y controlar y coger las riendas de nuestra vida es lo que nos permitirá dar ese paso tan importante, que es el paso hacia la felicidad”. 

Puedes leer aquí la parte I de este relato

Parte II

Cuando creyó que podría estirarse cómodamente, llegó su compañera de asiento como elefante en una cacharrería, dándole con el bolso en la cara y armando un revuelo impresionante. Sin darse cuenta, tres segundos después, Germán sostenía de nuevo la urna amarilla entre sus manos, mientras que su compañera de asiento colocaba el bolso maleta en la repisa superior.

– Eleonor, ¿qué hace usted aquí? Pensé que viajaría en primera clase.

– Pues mire Germán, mucho título nobiliario y mucha historia pero ahora estoy totalmente arruinada. Encima, me toca pasillo. No se lo aseguro pero es posible que vomite con el movimiento del tren, a no ser que usted me deje ventanilla, claro.

Por supuesto, le cedió el asiento. Por poco se parte la crisma porque en el momento en que se cambiaba de sitio el tren echó a andar. Eleonor se moría de la risa porque decía que casi le había visto en el suelo con las cenizas de su difunto marido.

– Pues tampoco me hubiera importado verlas desparramadas por aquí. Total, para el favor que me ha hecho. Viuda y en la ruina.

Germán escuchaba a la vez que pensaba en el abismo que había entre aquella mujer y él. Si ella supiera cuál fue su papel como marido, probablemente tampoco le caería en gracia.

Mientras tanto, el tren cogía velocidad. Siempre que se había subido a uno (y habían sido muchas las veces a lo largo de sus años como comercial) se dejaba llevar por el traqueteo, se ponía los cascos y, con el sonido de la película programada, se quedaba dormido.

Probó a hacerlo viendo que Eleonor se entretenía con el móvil. Se escurrió un poco en el asiento y cerró los ojos, aunque tan solo unos segundos más tarde, se enfrentaba al interrogatorio de tercer grado.

– Bueno, Germán, y tú, ¿qué? ¿Estás soltero, casado, separado, divorciado o eres viudo?

Sin dejarle hablar, se puso a especular.

– Tienes pinta de divorciado, perdóname. Pero tienes muy mal aspecto.

– Pues sí, soy divorciado. Me divorcié hace unos meses.

– Vaya, lo siento. Al menos ¿sería de mutuo acuerdo? –Germán estaba dispuesto a zanjar esa conversación allí mismo.

– Bueno, ella estaba más de acuerdo que yo, pero no puedo sino decir que me lo busqué.

Si pensó que Eleonor podría sentir alguna empatía con Cristina, despreciarle y dejar de hablarle para tener un viaje tranquilo, tenía razón, aunque solo en parte.

– Muy típico de los hombres de vuestra edad. La mujer en casa, a la educación de los niños y vosotros a trabajar y… lo que no es trabajar –espetó–. Ahora, ¿sabe lo que le digo?, pues que lo tiene usted bien empleado, y perdone que me meta en lo que no me llaman.

– No se preocupe, sólo ella y yo sabemos lo que pasó, y no crea que estoy orgulloso de mí.

– Pero, ¿usted le ha dicho esto a ella alguna vez?

– No he podido, me da demasiada vergüenza y, además, créame, ya no serviría de nada.

– Pues, ¿sabe qué? A pesar de lo que me hiciera mi marido, yo aún sigo creyendo en el amor. En eso no hay que dejar de creer. ¿Cree usted en el amor?

– Pues creo que aún no estoy preparado para pensar en eso. Por ahora lo que me apetece es empezar de nuevo.

Esa extraña, ese viaje a su futuro para reencontrarse con su pasado más lejano le estaban haciendo pensar. Él sabía que las posibilidades con Cristina eran totalmente nulas, pero estaba empezando a aceptar su error para intentar perdonarse y rehacer su vida.

– ¿Sabe qué? –dijo de nuevo Eleonor, que se retocaba los labios mientras tanto en un diminuto espejo de viaje–. Yo no pude perdonar a Antoine. No lo hice cuando él me lo pidió en sus últimos días de vida. Y lo pasé mal, realmente mal cuando él murió. Al fin y al cabo, ambos compartimos muchas cosas en nuestra vida en común y el rencor no me dejaba verlas. Después de dos años sin saber qué hacer con estas cenizas, le puedo decir que es ahora cuando estoy preparada para esparcirlas, como era su voluntad. Fíjese, ¡ahora!, a pesar de que su herencia no han sido más que trampas y embustes. Pero perdonándole a él, puedo superar mis propios reproches y seguir adelante.

Germán se quedó pensando en esto. Es verdad que le dolían las consecuencias que había tenido su comportamiento con Cristina. Pero también le dolía no ser capaz de reconducir su vida. Necesitaba expresar su pesar y, a la vez, perdonarse, estar en paz consigo mismo. Y se le ocurrió una idea. Tenía casi tres horas por delante y una persona al lado que estaría dispuesta a colaborar, eso seguro.

– Eleonor, esto nunca se me ha dado bien pero, ¿podría usted ayudarme a poner todo esto en palabras en una carta para mi exmujer?

– Querido, ¡no lo dude! –le entusiasmó la idea. 

Otra vez Germán se vio sujetando la urna y todos los bártulos de Eleanor. Por fin, libreta y boli. Empezaron a redactar. Las primeras hojas terminaron arrugadas, en el fondo de la papelera. La letra dejaba que desear por los exagerados vaivenes del tren en algunos tramos, pero era legible. Al cabo de más de dos horas tenían una versión bastante definitiva.

– A ver, querido, léela en voz alta, que podamos escuchar a Cristina leyendo.  

“Mi querida Cristina,

Quizá te extrañe que te escriba esta carta. Nunca he sido muy comunicativo y no he sabido expresar los sentimientos, menos cuando me hacen parecer vulnerable. Sin embargo, desde que vi por primera vez esa carita de niña aquella tarde de verano, te he querido. Éramos tan jóvenes, tan niños y tan inexpertos que lo hicimos como pudimos, unas veces mejor, otras tantas peor; a rachas, con altos y bajos, hasta que los bajos se convirtieron en la tónica habitual, y no supe reanimar lo que un día fuimos.
 
Y, hoy, después de todo, me siento culpable por no haberlo intentado más fuerte, por haber traicionado tu confianza en un sinfín de ocasiones que no puedo ni contar; y de haber roto las esperanzas que depositaste en nosotros durante más de 30 años. Sabía que estabas ahí y con eso me bastaba, sin darme cuenta de que dar sin recibir es un acto de fe. Y la fe,… Ya sabemos dónde acaba la fe si no la cuidas.
 
Así que disculpa mi atrevimiento, pero necesito pedirte una última cosa. Quizá pueda parecer algo sencillo, aunque soy demasiado consciente de que no lo es: ¿crees que algún día podrás perdonarme o, al menos, crees que podrás pensar en ello? Quiero sentir que lo harás, necesito hacerlo. 

Lo siento. Perdón. Gracias.
 
Germán.”

– ¡Querido, qué llorera! –le dijo Eleonor pasándose la punta de un pañuelo blanco inmaculado por el rabillo del ojo –En el fondo es usted un poco Bécquer.

Germán sintió un envite de calor directo a sus mejillas y no pudo más que reírse con el desparpajo de aquella mujer. El pensamiento de que, por primera vez en meses, se sentía cómodo y feliz le embargó justo cuando por megafonía se anunciaba la llegada a la estación de San Sebastián-Donostia. Entonces, arrancó las hojas de la libreta y las metió en un sobre con sello que Eleonor había sacado de su bolso maleta. Y le dio las gracias también a ella; probablemente, si no la hubiera encontrado, le habría faltado el valor para lo que acababa de hacer.

Volvió a ayudarla con la urna amarilla y con el equipaje, y bajaron del tren en silencio, algo que apenas sabía lo que era desde hacía cinco horas. Dejó a Eleonor al lado de un familiar que había ido a recogerla. Le agradeció de nuevo con un gesto de cabeza su ayuda y siguió su camino.

Al poner un pie en las calles de San Sebastián se sintió algo más liberado. No sabía lo que le esperaba al llegar a casa del tío Bruno, pero ya solo el frescor de la tierra le dio aire para respirar. Estaba convencido de que ese viaje había sido para él un punto de inflexión. Así que buscó un taxi y pidió que le llevaran a la oficina de correos más cercana. Echó la carta en el buzón y, después, le dio al taxista la dirección del tío Bruno.

Al fin y al cabo, ¿somos culpables para siempre?

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