El horóscopo de ayer (relato)

Fotograma de Verano 1993

En la entrada anterior, os contaba que recordaba perfectamente la fecha en que murió mi abuelo Cano. Fue el 17 de julio de 1993 y, después de ese día, nos pasamos el resto de las tardes del verano del 93 en el cementerio. Normalmente, íbamos las cuatro: mi abuela, mi madre, mi hermana y yo, aunque nunca estábamos solas. Siempre nos encontrábamos allí con otras familias en duelo y, mientras los adultos hablaban de sus pérdidas, los niños jugábamos, un poco ajenos al sitio en el que lo hacíamos.

Además de ese ritual diario, durante aquellos meses también se convirtió en costumbre que mi hermana y yo (unas veces juntas, otras por separado) nos quedáramos a dormir donde mi abuela para que no estuviera sola. Lo cierto es que, después de la novedad de los primeros días, no nos gustaba nada porque, aunque tan solo teníamos 9 y 7 años, nosotras también notábamos muy fuerte la ausencia del abuelo en aquella casa y el pesimismo trágico que desde entonces acompaña a mi abuela.

El calor sofocante del verano tampoco ayudaba a su insomnio, por lo que era común que nos quedáramos las tres hasta las tantas frente al televisor. Una de las cosas que más le gustaba (y le gusta) de la programación era el horóscopo, que empezaba alrededor de las dos de la madrugada. Escuchaba el de todos los miembros de la familia y, a la mañana siguiente, nos avisaba de las desdichas o venturas que nos había predicho.

Tan arraigado se quedó aquel rito en mi cabeza, que no puedo evitar buscar, muy discretamente, las predicciones cada vez que leo un periódico y, lo confieso, también estoy suscrita a un canal de tarot en YouTube. Me encanta ver cómo la tarotista echa las cartas y escuchar cómo las interpreta. Y me parece ingenuo y humano a partes iguales esa inquietud por saber qué nos deparará el destino.

El horóscopo de ayer

Escribí este relato en marzo de 2014

Con la llegada del sol, se me terminaron las excusas para continuar procrastinando uno de los propósitos de año nuevo que más pereza me daba cumplir. Así que rebusqué en mi armario con la esperanza de descubrir algo de ropa de deporte de esa que compras en un arrebato de locura en el que perjuras que vas a ponerte en forma.

Lo único que encontré fueron unas mallas un pelín ajustadas que remedié con una sudadera enorme que debió de pertenecer a algún ex, y unas zapatillas de cuando hacía gimnasia en el instituto. Os podéis imaginar el cuadro. Pero allí me planté, en la puerta del parque, sintiéndome parte de esa moda tan cool a la que llaman running.

Y eso que el running no tiene nada de cool,  y mucho menos entre los principiantes que, como yo, nos hemos pasado el invierno sacando partido a lo mejor de la vida sedentaria. El atuendo ya nos delata pero es peor cuando empezamos a correr. Trote suave y control de la respiración. Inspiro, expiro. Al minuto, estás hiperventilando. Y, en dos más, notas que la cabeza echa fuego, que te has puesto colorada, que sudas excesivamente, que tienes flato, que el corazón se te ha desbocado y que te duelen los pulmones.

Con este panorama, comprenderéis que ese día tuve que tirarme en un banco a recuperar el aliento (y la dignidad). En plena hora punta, no me quedó más remedio que compartir asiento con una mujer de mediana edad que alternaba en sus manos un buen bocadillo de jamón con un periódico.

“Eso sí que es vida”, pensó vengativamente mi subconsciente, mientras mis pulsaciones comenzaban a retomar su ritmo habitual y mis ojos se desviaban hacia el bocata. Para vencer la tentación, me distraje ojeando los titulares del periódico que sostenía la señora, entre los que destacaba, flamante: “El Atlético de Madrid líder de la liga a unas cuantas jornadas del final”.

“Ajá, esa sí que es buena”, me dije. El día anterior había estado más de una hora escuchando a mi padre sobre las bondades del Cholo Simeone este último año en el Atleti. Que si es el salvador, que si el carácter argentino,… pero, ¿qué hacía esa mujer leyendo las noticias de ayer? Noté que pasaba páginas buscando algo en particular y, cuando lo encontró, emitió un “¡Aquí está!” tan alto que salí de mi ensimismamiento.

– ¡Aquí está! “Libra: su pareja le dará una sorpresa muy grata por la que usted le estará muy agradecida”. Bueno, pues otro día que acierta.

– Señora, está usted leyendo el periódico de ayer –dije con miedo de parecer una metomentodo.

– ¡Ah, sí, hija! Es que me gusta leer los horóscopos al día siguiente para saber si han acertado. Yo es que creo mucho en estas cosas. Y, ¿ves? El de ayer está en lo cierto. Verás, es cierto que mi Luis me dio ayer una buena noticia. Me dijo que se iba a cuidar de su madre al pueblo una buena temporada. Buena noticia por partida doble –rio estruendosamente–. Y, ¿qué horóscopo es el tuyo, niña?

– Escorpio,… pero la verdad es que no creo… –no me dejó terminar.

–  “Escorpio: querrás ponerte en forma, pero hazlo con cautela”. Mira, parece ser que también ha acertado el tuyo, reina.

– Sí, bueno, no se crea; hubiera estado bien leer antes lo de la cautela.

– Bueno, nena, si me perdonas… Voy a ayudar a mi Luis a que haga bien las maletas, no vaya a ser que se deje algo y tenga que volver –soltó otra carcajada.

Al día siguiente, repetí la operación, no porque me apeteciera salir a correr, sino porque tenía curiosidad sobre lo que me predijo el horóscopo del día anterior. Como era de esperar, justo a la misma hora, aquella señora estaba sentada en el banco con el periódico del día anterior y un bocata de jamón.

– El mío dice que tendré suerte en el azar. Y, mira, justo ayer jugué a la primitiva y me han tocado 30 euros. A ver Escorpio… dice que vas a conocer a una persona rara, que tengas cuidado. ¿A quién conociste ayer, niña?

– Solo a usted –titubeé.

– ¡Oh! Bueno, tampoco hagas mucho caso. Mira, mi Luis al final ha decidido traerse a su madre a nuestra casa y, encima, con los 30 euros de la primitiva tengo que pagar el billete.

Después de aquello, por si acaso, me disculpé y continué corriendo.

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