Hace unos años, casi 10, todavía escribía solo (el adverbio) con tilde. Lo he descubierto releyendo un relato que hice para un taller en el que participaba regularmente en aquel momento: el taller de escritura creativa “Móntame una escena” de Literautas. Lo cierto es que la mayor parte de textos de no ficción que tengo escritos son de aquella época. Me divertía mucho la manera en que estaba planteado, ya que cada mes los organizadores lanzaban una serie de disparadores diferentes y, después, cruzábamos relatos entre compañeros y hacíamos una crítica constructiva de dos o tres escritos de otros participantes.
El relato que os digo correspondía al taller del mes de diciembre de 2013, en el que se pedía montar una escena supersticiosa donde apareciesen un personaje muy supersticioso y las palabras «escritor, candado y trece». Además, después formó parte de un librito recopilatorio con una selección de relatos que está disponible aquí.
Hoy tenía pensado enviar otro contenido que he estado preparando, pero he recordado que la semana que viene es viernes 13 y que hemos cambiado dos veces de estación desde que envié el último de mis relatos de ficción en esta Veleta. Así que aquí va. Espero que os guste.
El pelirrojo del viernes 13
Angie estaba convencida de que el simple hecho de abrir los ojos un viernes 13 significaba tentar a la mala suerte. Por eso, había creado su propio ritual para esta fecha en cuestión, que consistía básicamente en no moverse de la cama excepto para ir al baño.
Cada jueves 12 preparaba cuidadosamente en su mesita de noche todos los aparejos que podría necesitar al día siguiente: algo de comida, una botella de agua, unos libros y el teléfono cargado. El resto de integrantes eran amuletos de lo más variopintos. Presidía, impresionante, un lapislázuli como recién pulido. A su alrededor, una pata de conejo, una herradura, un ojo turco, una cruz de Caravaca, un pedazo de madera y una cabeza de ajo.
No obstante, ese viernes, 13 de diciembre, se levantó, muy a su pesar, para cubrir el turno de su compañera de trabajo, Sivil, encamada con cuarenta de fiebre. Sin más remedio, pisó con cuidado el suelo primero con el pie derecho y, tras unos segundos, con el izquierdo. Se vistió de blanco impoluto, y después, asignó sitio a sus amuletos. En la solapa de la chaqueta, la pata de conejo; en el bolsillo derecho, el lapislázuli y, en el izquierdo, el trozo de madera; se colgó al cuello la cruz de Caravaca y el ojo de turco; y, por último, guardó la herradura y la cabeza de ajo en el bolso.
Sin embargo, la mañana no iba a transcurrir tranquila. Nada más salir de casa vio marchar el autobús delante de sus narices. Llovía a mares, y encontrar un taxi en esas condiciones y en plena hora punta fue toda una odisea. Consiguió subirse a uno media hora después tras quedar totalmente empapada, haber manchado sus impecables pantalones de barro y ser casi atropellada.
Cuando logró llegar a su librería, cerró rápidamente la puerta y resopló con alivio. Acto seguido, desplegó su arsenal de reliquias bajo el mostrador y se mostró dispuesta a moverse más bien poco en lo que quedaba de día.
Pero, en torno al mediodía, se le presentó un desafío en forma de apuesto caballero con gabardina y sombrero, esos que sólo aparecen en las novelas románticas. Entró en la tienda y comenzó a husmear entre los libros de segunda mano. Debió de ser que no encontró lo que buscaba porque se acercó hasta Angie y, tras dejar al descubierto su cabello ¡pelirrojo!, le preguntó por un ejemplar antiquísimo sobre talismanes.
Angie miró hacia el cielo, implorando comprensión. El hombre ¡pelirrojo! había sacudido su corazón pero sabía que, en los estatutos de los supersticiosos, los ¡pelirrojos! están completamente vetados. En un acto reflejo de manual, se tocó un botón de la chaqueta.
Volvió en sí para buscar el libro de talismanes en el ordenador. Lo localizó guardado en el almacén, un pequeño cuarto situado bajo el hueco de la escalera al que, por supuesto, nunca entraba, así que para evitar males mayores fingió no haberlo encontrado.
Pero el sensual hombre ¡pelirrojo! insistió tanto que Angie, movida por una fuerza interior extraña, simuló en ese momento haber encontrado casualmente el último ejemplar. Cogió la llave del candado que cerraba la puerta del almacén y entró con los dedos cruzados, por supuesto. Alcanzó el libro, que estaba colocado en la estantería más alta, y, a la vez, cayeron otros tantos formando un estruendo espantoso. Se fijó en uno: Fórmula para fulminar a la mala suerte en viernes 13. Se lo guardó, concluyó la venta con su atractivo cliente, apenada y aliviada al mismo tiempo, y se puso a hojear el texto que se había llevado con ella.
Realizar el conjuro fue relativamente fácil. Los materiales que precisaba los encontró todos en la librería: una hoja en blanco, un bolígrafo de color verde, una muestra del cabello de Sivil que descubrió en su chaqueta de emergencia “por si refresca”, y poco más. Tan solo unas palabras supuestamente mágicas y un mensaje destinado al universo que se llevó el chico de correos en el reparto.
La cosa no mejoró hasta la hora de comer. Fue entonces cuando apareció Sivil, visiblemente mejorada, para continuar con su turno. El conjuro hizo su trabajo, ¡sí señor!, y desear la recuperación de su amiga había sido una buena jugada para ambas. Así que Angie no dudó un momento, recogió sus bártulos y se fue.
Fuera había salido el sol y, justo en ese momento, se aproximaba su autobús. ¡No lo podía creer! El seductor ¡pelirrojo! estaba allí, de nuevo, y la invitó a sentarse a su lado. Durante el viaje, no dejó de tocar botones, obviamente, pero disfrutó bastante de la conversación con aquel hombre que, en su tarjeta de visita, figuraba como escritor. Vaya, su día no dejaba de mejorar por momentos en ¡viernes 13!
Bajó en la parada más cercana a su casa, confusa. Era como si la mala suerte se hubiera diluido. ¿El conjuro, tal vez? Dudó cinco segundos pero, después, como alma que lleva el diablo, subió las escaleras hacia su piso. Puso en marcha su ritual del viernes 13 y se metió en la cama para el resto del día. Quizá mañana llamaría al pelirrojo.