Don Juan Tenorio, de José Zorrilla

En nuestro mundo hiperglobalizado, el hecho de importar tradiciones ha derivado en una mímesis perfecta, hasta tal punto que aquellos que tienen poca memoria, bien porque son muy nuevos, bien porque tienen poco apego hacia ciertas celebraciones, han implantado directamente en sus costumbres las nuevas fiestas ignorando que existen unas previas, con mucho arraigo, de su propio folclore.

Así que, este año, para contrarrestar el atracón de Halloween, decidí hacer algo que llevaba años queriendo hacer: ir a ver el Don Juan Tenorio, de José Zorrilla. Estrenada en marzo de 1844, dicen que fue durante ese mismo siglo XIX, cuando se instauró la tradición de escenificarlo alrededor del Día de los Difuntos debido a la importancia que tienen los muertos en esta obra.

Y, aunque contraprogramar una festividad tan distorsionada como la de Halloween es algo bastante arriesgado, no podía ser otro que el teatro Fernán Gómez, fiel al carácter de su mentor, quien hiciera una apuesta de este tipo: la tradición del Tenorio y, por supuesto, las leyendas de Bécquer, han sido las protagonistas de una cartelera que está colgando el cartel de entradas agotadas en casi todas sus funciones. Zorrilla y Bécquer han plantado cara a Halloween y son muchos los espectadores que, apenados, se han quedado fuera.

Ayer, al llegar a las puertas del teatro, me quedé fascinada al ver a tanta gente esperando para ver, de nuevo, la historia de Don Juan. Ya he visitado en otras ocasiones el Fernán Gómez y nunca lo había visto así. Pero es que nunca defrauda. Al entrar, un colorido altar de muertos rinde homenaje a la preciosa tradición mexicana de honrar a los muertos, con un guiño a nuestros escritores románticos por excelencia, Zorrilla y Bécquer, a quienes, con una fotografía en blanco y negro, colocaron entre rosas, morados, rojos y naranjas. Me hizo gracia imaginarme en qué estarían pensando esas dos almas románticas, salvajes, oscuras entre tanto color. Eso sí que es una forma curiosa de mimetizar tradiciones.

Ya dentro, en la sala Guirau, unas 700 personas. No entraba ni un alma más. Me encantó el detalle del programa de mano, bastante sencillo, por otro lado. Se apagan las luces. Mágicamente, aparece el jefe del teatro en pantalla. La gracia de la inteligencia artificial nos devuelve por unos minutos a Fernando Fernán Gómez, dándonos la bienvenida a su casa, invitándonos a disfrutar de la obra que está a punto de empezar, alentándonos a meternos en la representación de la mano de unos cómicos que nos llevarán a otros mundos durante ese rato. Esa pasión con la que nos invita es la misma con la que nos da de antemano un tirón de orejas para advertirnos sobre los teléfonos móviles.

Se abre el telón. Una mujer cantando aparece subida a una mesa y, detrás de ella, Don Juan Tenorio con su antifaz. A izquierda y derecha, rodeando el escenario, los actores sentados, esperando su turno para entrar en acción. El escenario prácticamente desnudo, desafiando la artificiosidad romántica. En mitad, un arpa y una arpista. La música acompaña durante toda la actuación de forma armoniosa. Comienza la función. Me llama la atención que, en sus intervenciones, el elenco aparece con sus libretos y van pasando las hojas según avanza el espectáculo. No alcanzo a comprender muy bien por qué, pero lejos de incomodarme, el libreto se convierte en un elemento más de la obra. Extraño, pero bien incorporado, natural.

A pesar de estos elementos novedosos (la música, los actores en escena y el libreto), el argumento de la obra es el mismo de siempre: los burladores Don Juan Tenorio y Don Luis Mejía miden sus hazañas y hacen una última apuesta: en la misma noche, el Tenorio se haría con la prometida de Don Luis, doña Ana, y con una novicia, doña Inés. Y, como no hay nada que a sus malas artes se resista, el donjuán consigue su empresa, aunque con un contratiempo que después le salvará la vida: se enamora de doña Inés, ángel de amor. Pero la nueva burla del Tenorio no pasa desapercibida y tiene que marcharse dejando todo atrás: aquellos que le desean venganza, pero también el amor de su novicia.

Cuando, décadas después, vuelve Don Juan a Sevilla, su casa se ha convertido en un panteón con el que su padre ha querido honrar memoria a todos los caídos en las batallas de su hijo. En ese panteón está la tumba de Doña Inés. ¿Ha fallecido doña Inés? Sí, murió de sentimiento al desaparecer su amado. La mala noticia para el burlador es que su vida también está a punto de expirar, y que son muchos los motivos que le aguardan en el infierno. El reloj de agota, el Tenorio está a punto de enfrentarse al momento del juicio final. De un lado, la mano del comendador, que le guía hacia el infierno. Y, justo en el último resquicio de vida, del otro lado, la mano angelical de doña Inés: el amor salva al Don Juan que, en el siglo XVII, Tirso de Molina había mandado al infierno para expiar sus pecados terrenales.

Se cierra el telón. El Tenorio parece haber conquistado de nuevo los escenarios del Día de Todos los Santos. Aplausos. Muchos aplausos, aunque también algunas voces de incredulidad: “Me parece una tomadura de pelo”, escuché a una mujer. ¿Se referiría a los libretos?

¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?

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