El día que por fin me atreví, ella estaba sentada en la parada del autobús a una hora que no era la usual. Su pelo esponjoso y abultado por la humedad le daba un aire infantil; estaba enfrascada en un libro y, de vez en cuando, hacía algunos mohines e incluso emitía alguna carcajada corta. Hacía dos meses que la veía en el mismo lugar, siempre a las 8, cuando yo paraba en el semáforo que coincidía con la parada 141 del 28, donde ella esperaba. Cada día de aquellos 61 quise acercarme aunque solo fuera para percibir su...